Aníbal Pinto 7 pm

Si usted desea adentrarse en la ciudad más hermosa de Chile, un buen lugar para iniciar su recorrido sería, sin duda, la Plaza Aníbal Pinto. De partida no imagine la típica plaza cuadrilátera concebida por los planos ortogonales españoles, ni menos árboles. Es simplemente un espacio plano, triangular y pequeño, donado por la esquiva topografía porteña. Eso si, como buena plaza, tiene su estatua que, como era de esperarse, no rinde honores a Aníbal Pinto. Pues bien: ¿por qué esta “plaza” merece nuestra especial consideración? Quizás sea por su ubicación: es flanqueada por calles fundamentales, como Condell y Esmeralda, llenas de bullante comercio, y es la desembocadura de dos verdaderos ríos, que convergen justo antes fundirse en el plan: las bohemias Cumming y Almirante Montt, rutas de acceso a dos de los cerros más cotizados de Valparaíso en la actualidad, como son el Cárcel y el Concepción, respectivamente. Pareciera entonces que es más interesante lo que rodea a nuestra plaza que ella en sí misma, pero como diría el pequeño filósofo francés, lo esencial es invisible a los ojos. ¿El cliché barato estaba de más? Quién sabe, hay quienes dicen que Valparaíso es solo un gran cliché. Lo invito entonces, estimado lector, a descubrir, paso a paso, este escueto trozo de cemento.

Si llega usted desde la costanera por calle Melgarejo, la aparición de la plaza ante sus ojos será paulatina y sobrecogedora: el edificio Diego Portales se erige imponente, protegiendo con su robustez y sobriedad a los demás feligreses. A diferencia de sus irrespetuosos colegas actuales, es una mole que ha sabido afiatarse a sus pequeños vecinos de lata y adobillo. Si sigue en Melgarejo, a su diestra, tendrá lo que fue uno de los más tradicionales y afamados cafés de todo el país: el Café Riquet, que cerró sus puertas como tantas otras instituciones porteñas, no pudiendo resistir los embates de las crisis económicas y las administraciones deficientes. Ahora bien: prosiga su andar, y llegará a la Librería Ivens: periódicos en alemán, guías turísticas en los más variados idiomas, postales y posters que repletan las atiborradas murallas, coronado todo por avioncitos que penden de finos hilos desde los cielos: debiese ser visita obligada de todo viajante europeo que se proponga descifrar las laberínticas callejuelas de los cerros. Frente a ella, la hermosa Fuente de Neptuno da la espalda a la mayoría de los transeúntes, escoltada por dos enormes palmeras (es una de las postales más famosas de la ciudad). Cruce la calle Condell y llegará a la plaza propiamente tal. Buena idea sería detenerse a tomar un cortado en el Café Subterráneo, (buen exponente de los nuevos cafés que han copado las avenidas céntricas) o una cerveza acompañada de maní con merquén en La vida en verde (verde en Valparaíso significa una sola cosa: Wanderers). Espectáculo aparte es el paradero: oficinistas y colegiales se esmeran por subir a los troles, reliquias andantes que con lentitud y elegancia recorren el centro de la ciudad. Cruce la calle hacia Esmeralda y llegará al Cinzano, clásico bar porteño, uno de los pocos que conserva rasgos de la famosa “bohemia porteña” de los años 60. Toda una experiencia puede ser ver los grupos de tango y boleros que se adueñan del local en las noches, aunque no se entusiasme en pedir muchas cosas, que la cuenta lo curará de espanto. Finalmente, si tuviéramos que escoger un imperdible de nuestra plaza, serían sus escaños: siéntese en uno de ellos, y vea, a eso de las siete de la tarde, cómo se desvanece la luz del sol entre los ajetreados parroquianos, dando paso a los tenues faroles que comienzan con su brillo a congregar, al igual que mosquitos, a los universitarios que repletarán, en unas horas más, los pubs y bares de los alrededores.



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